jueves, 29 de junio de 2017

PADRE

Gas (Edward Hopper, 1940)
Mañana, cuando aterricemos en Madrid, hará 85 años del nacimiento de mi padre. Él ya sólo cumple años en mi recuerdo y en el de las personas que le conocimos y quisimos. Tuvo una larga vida, muy dichosa pese a que nada permitía presagiarlo cuando a los 4 años quedó huérfano de padre, fusilado en Paracuellos, y, junto a sus 4 hermanos, tuvo que superar una guerra y posguerra marcada por la escasez. Una historia conocida y común entre los españoles de aquella generación. 
Hemos estado en Perú, con nuestros amigos los Hogan, Natalie y Joe, y sus hijos Keenan e Isabella. Hemos recorrido a pie durante 4 días la ruta del Salkantay, una aproximación deliciosa al Macchu Picchu que yo descubrí, de modo menos aventurero, hace ya más de 30 años junto con mis padres y mi hermana. Natalie es la tercera hija de Manuel Menendez a quien mi padre conoció en el Oak Ridge National Laboratory (Tennessee) allá por los inicios de la década de los 60 del pasado siglo. Hicieron muy buenas migas, tan buenas que mi padre se convertiría, años después, en el padrino de Natalie y posteriormente en su bridesmaid (el que acompaña a la novia al altar) el día de su boda. Manuel había fallecido trágicamente un año antes. Las buenas migas reverberan en las nuevas generaciones: Isabella, Keenan y Matías se disfrutan a rabiar cada vez que se ven, como Ana y yo con Joe y Natalie.   
En Oak Ridge mi padre vivió dos años, tal vez los más felices de su vida. Dos anécdotas colorean aquél período, dos historias que atesoro con mimo. Allí, me contó en cierta ocasión, conoció a una mujer con la que pudo haberse casado de no haber sido por la insistencia del párroco católico - mi padre lo era fervientemente entonces- en que habrían de educar a sus hijos en la fe católica. Ella era luterana y no comulgó con esa rueda de molino. Así que si estoy aquí es gracias a ese cura. 
La segunda historieta acaeció el día previo a su regreso definitivo a España. Mi padre repostaba siempre en la misma estación de gasolina camino del laboratorio y era atendido siempre por el mismo empleado, a quien se limitaba a pedirle que llenara el tanque, le daba las gracias y le deseaba buen día. Hasta el día en que repostó por última vez, cuando quiso despedirse para siempre de aquél empleado siempre tan solícito. La noticia provocó una perorata por parte del gasolinero de la cual mi padre, según él mismo confesaba entre risas, no entendió casi nada. Después de dos años su inglés había mejorado, qué duda cabe, pero no tanto como para poder seguir el cerrado acento de Tennessee de aquel buen señor. A su vuelta se matriculó en una academia de inglés, por aquello de conservar lo que tanto esfuerzo había costado, en la que conoció a mi madre... El resto es mi historia más inmediata. 
He vuelto a Perú, como he vuelto a tantos otros sitios que tuve la fortuna de conocer con mis padres, pero en un modo que, lo pienso ahora, tiene un punto de vindicación y también un algo de venganza. En Perú, como en Picos de Europa o Pirineos en su momento, no me fue dada la posibilidad de aventurarme por senderos arriesgados, esquiar o compartir el trayecto en tren con los locales. Ahora sí lo hago, y en la mejor compañía posible, la de Ana y Matías.  
Uno de los rompecabezas más endiablados a los que se enfrentan los filósofos morales tiene que ver con la reproducción deliberada de individuos que no tendrán una existencia feliz porque padecerán una patología o condición innata. Muchas parejas recurren a la fecundación in vitro para evitar precisamente ese resultado seleccionando el embrión libre de la enfermedad o discapacidad. Es más, pensamos intuitivamente que es un avance que la ciencia identifique el gen para evitar así esos nacimientos (piensen en el enanismo, el síndrome de Down, la sordera, o afecciones más graves). Pero muchos padres que no pudieron evitar el nacimiento de esos seres se enfrentan a esos celebrados avances con un razonable desasosiego: sin esa condición sus hijos - a los que adoran, cuidan y protegen- no habrían llegado a existir. Éstos, por su parte, difícilmente podrán reprochar a sus progenitores por no haber evitado su padecimiento, pues, de otro modo...
Claro que una desolación semejante cabe ser sentida por cualquiera de nosotros, "sanos" o menos sanos. Así al menos nos obliga a que pensemos R. J. Wallace en un libro inquietante (The View from Here): ¿Cómo tener en cuenta las cosas malas que han hecho posible nuestra existencia? ¿Cómo no lamentarlas si son objetivamente insidiosas? Yo soy el producto de la decepción de una luterana, pero, sobre todo y antes, de un fusilamiento injustificable; y también mi hijo, y todos en definitiva - aquí no se salva nadie- que existimos por mor de atrocidades sin fin. ¿Debería trocar mi haber llegado a ser por la eliminación de esas injusticias?
Nietzsche pensaba que no, que el hombre ha de vivir despojado de esa mochila de temor al mirar hacia atrás y tomar conciencia histórica de sus circunstancias. Si es que hubiera una posibilidad de volver a andar el camino, pensó Nietzsche como muchos otros antes que él, todo volvería a ser como ha sido en una suerte de eterno retorno. 
Sigamos pues. 
Retornando. 
Hasta mañana y hasta siempre. 

jueves, 15 de junio de 2017

DESAFÍO EN BROOKLINE

Por una vez, y sin que sirva de precedente, cambiamos el formato, día y hora. El telón empieza a cerrarse pero habrá nuevos programas... Esperemos que lo disfruten. El blog se toma un respiro para encarar la vuelta con aires renovados. Muchos besos y abrazos



domingo, 11 de junio de 2017

PHISHING

“Claro, la premisa es que tu discernimiento está nublado, no ves con claridad, te puede la urgencia, una cierta angustia. Y él se gana tu confianza precisamente mostrando su desconfianza ha-cia-ti. Eso te acaba de poner en sus manos”.

 



“No, no, fue todo a través de texto, por el móvil. Le interesaba, así, sin más. Joder. Y nada más colgar el anuncio. Me preguntó cómo me llamaba. Le dije y le pregunté: ¿y tú? Ernesto Solís, me dijo. Ah, y de ¿dónde eres? pregunté pensando que era latino. De California. Y ahí me extrañó porque seguimos la conversación en inglés. Yo le insistía en que teníamos que hacerlo por la mañana. El viernes sin más tardar... Que mi hijo, que si el cole. Mujer, la lista es fiable…”.

“De hecho esa noche se lo comenté a otros amigos: creo que lo he logrado. Sólo me faltaba enviarle los datos de la cuenta. Lo hice a última hora, lo demás ya lo sabía, dirección, oferta, todo... Me dio por pensar qué todo había ido muy rápido…”.

“A cada rato miraba, y nada… así toda la mañana del día siguiente…”


“Al final, frisando el mediodía recibo un texto suyo, farragoso, mal escrito, contándome que debía entrar en mi correo para completar el acuerdo. Que me incluía los gastos de envío que yo le abonaría, agárrate, 650 dólares, y que una vez completado ese pago automáticamente Pay-Pal me ingresaría en mi cuenta los 1.000 dólares acordados por los muebles. Y que revisara en mi carpeta de spam”

“Y en efecto, allí estaba el mensaje, en el spam, bien aparente con el logo y todo y con la instrucción de clicar en un enlace para “completar la operación”.






“Pero es entonces, al borde del precipicio, cuando cierras el círculo, cuando todas las piezas te encajan… cuando todo adquiere sentido: la pregunta inicial, casi ofensiva de si no le estarás tú engañando a él, manda cojones, ahora con esta perspectiva lo puedo decir y hasta reírme. El extraño nombre, la premura, sin haber visto siquiera el género… Y en el fondo pararte un momento y pensar que algo que tú vendes se ha transformado, en un extraño proceso de “nada-por-aquí-nada por-allá-dónde-está-la-bolita” en algo que tú tienes que pagar primero. Manda pelotas. Le llaman “phishing”, en el fondo una forma de desnudarte sin que te des siquiera cuenta. Y yo, chico, he estado muy, pero que muy cerca de caer en la red en pelota picada”. 


domingo, 4 de junio de 2017

CASUALIDADES

Jin-Kyung Joen (violín), Eugene Kim (cello), Tae Kim (piano) y Ronald Gorevic (violín)
Antes de introducir la última pieza del programa, Eugene agradeció al New England Conservatory la generosidad por haberle permitido celebrar sus 20 años de magisterio en el majestuoso Jordan Hall. "También tengo que agradecer" - añadió- "que venir aquí a enseñar, y tocar en Boston me permitió conocer a la que es hoy mi mujer, la maravillosa violinista que me acompaña". Bruno, su hijo, sentado junto a Matías en el patio de butacas, se sonrojó ostensiblemente.
Matías y Bruno se conocieron en el 2011 cuando coincidieron en la misma clase en el colegio St. Mary's, y ahora, casualmente, se han vuelto a encontrar sentados pupitre con pupitre en el Lawrence. No podíamos faltar a esta celebración aunque el programa - la Sonata de Cello y Piano de Barber, una pieza de Brahms y la Suite para dos violines, cello y piano para la mano izquierda de Korngold- no era fácil. 
Llegamos los tres - la tía Lola se nos sumó entusiasta en el último momento- con tiempo suficiente para ubicarnos bien, junto a Bruno y su abuela - cuyo inglés me resultaba ininteligible hasta que caí en la cuenta de que era coreano. Nada más sentarnos reparé en los saludos ostensivos de Lydia, una veterana ginecóloga que frecuenta los seminarios del Center, que vivió algunos años en la selva de Lacandona (Chiapas) tratando mujeres indígenas, y que ahora, por lo que nos explicó a gritos desde la fila 3, en su condición de jubilada está desarrollando un proyecto de musicoterapia y cuidados paliativos al final de la vida. "¡Qué casualidad!", dijo en su acento aún impregnado de mexicanismo. 
"Ah ¿pero ustedes hablan español?" - nos preguntó la señora que se sentaba justo delante de nosotros. "Yo soy de Costa Rica, me llamo Teresita Rodríguez. ¿Ustedes?". "Bueno" - dijo Lola. "Es un poco complicado... Yo soy de Madrid pero llevo ya muchos años afincada en Brookline. Mi cuñado y mi sobrino están aquí por un tiempo". "Este es mi marido" - dijo Teresita. "Es alemán". "¿Y viven aquí?". "No, hemos venido a ver a mi hermano. Vivimos en Alemania" - dijo él. "Yo soy profesora allí de Literatura española"- apostilló Teresita. "¡Anda, como yo aquí!" - replicó Lola. "Qué bárbaro, qué coincidencia". "Mi marido es físico" - dijo Teresita. "Anda, como mi hijo que se acaba de graduar en Reed College... ¡qué de casualidades!". 
Le había puesto en antecedentes a Matías sobre la peculiaridad de la última pieza: una suite compuesta para Paul Wittgenstein (sí, el hermano de Ludwig) un notable pianista que perdió su brazo derecho en la primera guerra mundial y no se resignó a dejar de tocar. Tras bucear en la historia de la música a la búsqueda de piezas para una sola mano, acabó encargando a compositores de primera fila (Ravel y Prokofiev entre otros) que le escribieran sonatas e incluso conciertos. Su compatriota Erich Korngold, un niño prodigio que a los 11 años ya era aclamado como compositor, fue uno de los que aceptó gustoso el encargo (la fortuna familiar de los  Wittgenstein permitía no reparar en gastos). 
"¿Y qué hará con la otra mano?" - le susurré a Matías mientras Eugene seguía presentando la pieza. "No sé, metersela en el bolsillo... o a lo mejor se la ata a la espalda o se la coge la señora esa que le está pasando las páginas de la partitura". 
A mediados de la década de los 30 del siglo pasado Korngold comenzó a componer para el cine de Hollywood. Corría el año 1938 cuando Hitler se anexionaba Austria. La casa de la familia de Korngold, judía, era confiscada, como tantas otras. La casualidad quiso que Korngold se encontrara en ese momento trabajando para la Warner, terminando la banda sonora de Las aventuras de Robin Hood, el clásico de Errol Flyn y Olivia de Havilland, una de las músicas de cine más celebradas de la historia. Nunca regresó a Austria, y, como él mismo declaró después, pudo vivir - aunque no mucho más pues murió a los 60 años- gracias al "príncipe de los ladrones". Así que la fortuna - la de la familia Wittgenstein- y el infortunio - de Paul Wittgenstein- se conjuraron para hacer posible un legado de incalculable valor: el de un repertorio más que digno para los pianistas accidentados o los mancos.  
Mientras la pieza llega a su finale, advierto que Matías no quita ojo a la mano derecha del pianista Tae Kim, tratando de comprobar si resiste impávida; y pienso en algo que leí recientemente: una casualidad evolutiva hizo posible que los pulpos no desarrollaran un dedo pulgar oponible. De otro modo serían hoy los reyes del mambo. Y ni les cuento las posibilidades sonoras a "ocho brazos" de las que disfrutaría un universo donde los humanos seríamos el aperitivo previo a las veladas musicales, o el plato estrella de la cena posterior en la correspondiente Casa de Galicia. 
Mejor no pensallo.  

domingo, 28 de mayo de 2017

GRADUATION

Pleasant Street (Brookline, Massachussetts)
El acontecimiento de la semana ha sido, por supuesto, el que llamaremos "rapto de la bitácora". Ustedes han tenido que intuirlo, son personas sagaces, pero habrán estado todos estos días urgidos por saber cómo fue posible. Muy sencillo: un wannacry, aunque no electrónico, ni digital ni virtual; analógico o, si quieren, el secuestro físico de toda la vida. Con sus condiciones para el rescate, aunque no en bitcoins sino en la forma de "no tocar ni una coma", o sea, nada de desmentidos ni enmiendas ni notas aclaratorias, ni mucho menos borrado de esa burda historia que, bajo el más burdo título de "Yo, Paco", apareció en la última entrada de este blog (y con este introito ya me estoy jugando el bigote). Pero ha pasado el plazo y yo he cumplido mi parte. De Jack ni rastro. 
Volvíamos Matías y yo de dar un paseo, haciendo nuestro recorrido favorito, ese tramo desde Kent a Harvard Street por la calle Longwood que nos ha visto crecer - más a Matías que a mí- tantas tardes de diario y mañanas de sábado o domingo en las que había que, simplemente, dar una vuelta, hang around como dicen aquí, despejarse, o salir a comprar algo de leche o yogur o fruta en el Traders Joe; regresábamos a casa, digo, por ese segmento al que Matías llama la "calle Caníbal", y la llama así porque en algunos de esos paseos nos hemos encontrado una rata muerta, un pájaro herido, huesos, un guante de esquí y un vómito provocado por la jarana de Saint Patrick; retornábamos, digo, antes de que se me vaya el hilo del todo, por la calle Caníbal en animada charla, y, como el que no quiere la cosa, nos encontramos ya abriendo la puerta de casa. Matías insistía en ese momento en que era urgente introducir un tercer estado entre el botón de like y el de dislike (el célebre pulgar arriba pulgar abajo atribuido a los Romanos hasta que apareció Mark Zuckerberg en nuestras vidas) un calificativo intermedio, una especie de ni fú, ni fá, un comme ci comme ça con el que él, por ejemplo, calificaría la última película de Hitchcock que hemos visto juntos (North by Northwest). 
Noté enseguida algo raro nada más entrar en el apartamento. Me dirigí a mi habitación, y, en efecto, allí, en lugar de mi portátil, o sea, en lugar de mi vida en verso (y prosa, sobre todo prosa) se hallaba una nota en la que se me decía que recuperaría mi ordenador al día siguiente siempre que no accediera, con ningún otro dispositivo, a este blog y modificara nada en una semana. Apenas pude conciliar el sueño que sólo me venció ya casi amaneciendo. Me levanté sobresaltado, con el cacharreo de Matías que últimamente me sorprende preparando el desayuno para ambos. Abrí la puerta de casa y allí estaba, en el descansillo, mi preciada joya. Y bueno, el resto de la historia ya la conocen. Matías jura y perjura que no tiene nada que ver y que no sabe de qué le hablo, pero yo, pues no las acabo de tener todas conmigo. Este "Paco"…
Por lo demás fue semana de graduaciones. La más señalada para nosotros la del primo Alex, brillante egresado en Físicas de Reed College (Oregon) a la que no pudimos acudir pero de la que tuvimos cumplida cuenta con los vídeos que nos mandaban Andy y Lola. Por aquí, claro, la más celebrada y comentada la de Harvard – pasada por agua, y mucha- que contó para la ocasión de la Commencement Address precisamente con el travieso Zuckerberg que volvía a su vieja Universidad para obtener el título que nunca llegó a lograr, y, encima, dar el speech. Pasé por allí y pensé en trasladarle la inquietud de Matías que había dibujado incluso cómo tendría que ser ese botón de “ni chicha ni limoná”. “Obviamente un pulgar en horizontal, ni para arriba ni para abajo” – me decía con cierto desdén por tener que responder a una pregunta absurda.
Vivimos ya con una cierta sensación de graduación, la verdad. Se agota nuestra estancia aquí, y, tal vez por influjo de un tiempo que sigue siendo otoñal, nos empieza a invadir una tenue nostalgia prematura. Caminamos por la calle Caníbal camino de JP Licks, nuestra heladería favorita. Pasamos junto al número 200, un solar en el que, desde que se apaciguó el invierno, vemos crecer a buen ritmo el edificio de apartamentos. “¿Y qué?”, le preguntó. “¿Cómo te parece que les está quedando?”. “Bueeeeno”, me responde Matías con ese alargamiento de la vocal que denota pulgar horizontal. 
En la calle Caníbal hemos compartido silencios, chanzas y también apuestas, sobre todo las que a Matías más le chiflan, las que tienen que ver con el “precio” de nuestras repulsiones: lo que nos tendrían que pagar por hacer determinadas cosas – tragarnos una oruga viva, quedarnos sin dedo meñique, vivir aislados- de acuerdo con el célebre estudio del psicólogo Edward Thorndike con el que pretendía dar con una métrica para las preferencias. “Yo una oruga, por 1.000$ sí me la comía, pero una rata como la que vimos aquí… vamos” – decía haciendo un dislike mayúsculo con su pulgar. “Antes me quito el meñique”- sentenciaba.

Doblamos ya la esquina de Harvard Street y me suelta: “Oye, papá, ¿cómo hacen los ciegos para limpiarse bien el culo después de hacer caca?” 
Ni a Zuckerberg se le hubiera ocurrido. Aún ando dándole vueltas. 

domingo, 21 de mayo de 2017

YO, PACO

[En el episodio de hoy hay un "artista invitado", ejem, que toma la alternativa, so to say...]

Jack no existe. Todo lo que os a contado Pablo sobre mi es mentira. En realidad me llamo Paco y naci en Los Angeles. Era un apasionado de la fotografia. Por ejemplo esta foto, esa la hize cuando Matias acababa de hacer un Homerun. Yo tenia unos padres medio espnoles por eso hablo un poco de espanol. Yo me... como lo decis? Brie Ah! no crie claro! Yo me crie en Boston y me gusto tanto que decidi vivir ahi, tambien tengo 60 años y he ganado  10 trofeos de mortales. En College estudie quimica y conoci a dos tias una que era mas fea que un abuelo en vragas y otra que estaba... tela. Luego nos casamos y tuvimos un hijo y mi mujer se suicido hace poco tirandose a la via cuando pasaba un tren. Luego me echaron del trabajo y con el dinero que me quedo (1.000$) estoy aqui :) Ps. Lo siento por las faltas de escritura.

domingo, 14 de mayo de 2017

EMERGENCE

217 Kent Street, Brookline (Massachussetts)
Jack urdió su plan una noche en la que regresó inusualmente pronto a casa - el apartamento número 15 de 217 Kent Street. Y fue precisamente lo que motivó haberse liberado de lo que restaba de jornada laboral lo que le encendió la chispa. 
Desde que volvió del Perú tras su accidente en el Alpamayo, Jack sólo dio tumbos. Y no sólo los físicos, los causados por las congelaciones y una prótesis que, por muy buena que fuera, nunca evitaría su renco caminar. Fue, sobre todo, la inapelable imposibilidad de regresar a la montaña, la única vida que había concebido como viable desde que cumplió 16 años y se convirtió en el más joven escalador en libre en hacer en solitario el Gran Capitán. Saltó de un Estado a otro, de una ocupación a otra, y de un corazón a otro sin encontrar nunca su sitio. Y en ese trajinar amargo le cayeron los 50. Una oferta para trabajar de celador en un hospicio del South Boston le condujo, hará cosa de un año, a Brookline, a la madriguera 15, como él acostumbraba a denominar a su morada. 
Le asignaron desde el principio el turno de noche, el que nadie quiere, el que menos le permitía hacer valer su digna competencia en español, razón principal por la que se ganó el empleo. Los latinos, población muy mayoritaria en el South, son siempre dicharacheros, aun moribundos, pero no lo son tanto de noche. Y además, como todos los muy enfermos que viven sus últimos días fuera de casa, cumplen el universal de morirse a partir del ocaso. Así que a Jack, una noche sí y otra también, "le caía el muerto", como solía repetir a las prostitutas  a las que, ocasionalmente, contrataba en Chinatown después de su jornada. 
Aquella noche, sin embargo, apenas llegó al hospicio le largaron de vuelta a casa. Habían saltado las alarmas, y, por si acaso, habían resuelto evacuar a los pacientes al Mass General Hospital. El despliegue era morrocotudo, el propio de este país exagerado en tantas cosas, y muy especialmente en las emergencias. Los vecinos de los alrededores se habían congregado en pijama junto con algún que otro corresponsal de las teles locales, curiosos, y los propios enfermos, acomodados como buenamente se pudo en la avenida a la espera de su transporte, más animados que nunca por el espectáculo. Florencia, una cubana con un cáncer de pulmón en fase terminal, apuraba su largo cigarro sin quitar ojo a los bomberazos que desfilaban a su lado. "Me traerías los aretes que me dejé en la habitación, y el lápiz de labios" - le pidió a Jack antes de partir alzada por uno de aquellos titanes. "Apúrate chico".
"Me podían haber avisado y me hubiera ahorrado el viaje" - le espetó Jack al gerente, que, como hubiera dicho Florencia, andaba "vuelto loco y sin ideas" sorteando sillas de ruedas y goteros. El gerente no estaba para minucias así que Jack enfiló hacia South Station cuando ya daban casi las 11. 
Camino de Park Street, donde cambiaría a la D line, rumiaba su año y pico en 217 Kent Street, en donde, salvo el simpático niño español y su padre, los del 22, el apartamento en el que acabó su calcetín con los dedos de pega, no había visto nunca a nadie. Y nunca es nunca. Y mira que había tocado puertas fingiendo necesitar algo de sal, o un mechero para encender las supuestas velas de una supuesta tarta en una supuesta fiesta de cumpleaños que celebraba en su madriguera 15. Después de un año en Brookline, conocía a tres putas y a unos cuantos viejos catatónicos deseando les fuera expedido ya el salvoconducto al otro barrio. Y pare usted de contar. 
Entre la estación de Kenmore y Fenway decidió que el horno sería el mejor método. Cuando llegó a casa abrió la nevera y sacó todas las mazorcas que le quedaban, la mayor parte de ellas ya revenidas, y las depositó en la bandeja. Programó el horno a la máxima temperatura y colocó la bandeja tan cerca como pudo de los quemadores superiores. No tardaría. Y no tardó. Escasos minutos. 
"¡Papá, que es ese ruido!" - gritó Matías desaforado desde la cama. 
Me levanté de un salto y corrí hacia la puerta. El chillido era ensordecedor y desde fuera se oía el bullicio de los vecinos que salían de sus apartamentos asustados y somnolientos. Alguno dijo que del 15 salía mucho humo así que, sin mayor demora, nos calzamos las zapatillas y el abrigo y salimos pitando a la calle donde ya nos congregábamos todos. La noche era fresca y algunos bebés lloraban en brazos de sus madres. Me sorprendió ver tanta criatura, tanta gente. Nunca hubiera sospechado que en aquél edificio habitaran tantas almas. 
"¿Pero alguien ha llamado a la puerta? ¿Saben si está? - oí que preguntaba un vecino. A lo lejos se oían ya las sirenas. Matías, disipado el peligro inminente, disfrutaba de lo lindo. "¡¡Ostras y la poli viene también!! Qué guay". 
"Los pasaportes, tenía que haber cogido los pasaportes... Y el ordenador..."- pensaba yo mientras tanto. "Pero no parece que haya fuego... será alguien que se ha echado un pitillo, o que estaba cocinando... vaya usted a saber". 
Matías me sacó de mis cavilaciones. "Mira papá es Jack". "¿Quién hijo?". "Sí, papá, el del calcetín con los dedos". En efecto, emergido de entre las sombras, apoyado en su muleta departía amablemente con una pareja asiática. En ese momento llegaban los bomberazos y mientras entraban parsimoniosamente al edificio (debían saber ya que la cosa era de poca monta) Jack seguía mariposeando entre los corrillos, cual anfitrión del cóctel, sonriendo y estrechando manos como hacen los candidatos en campaña. 
Al poco salieron los bomberazos, instándonos a entrar y seguir nuestros dulces sueños, justo cuando Jack llegaba a nuestra altura. "Hola" - dijo con una sonrisa de oreja a oreja. "Hacía tiempo que no les veía". "Sí" - dije. "Menudo lío que se ha montado en un momento". "Un poco, sí" - replicó Jack mientras enfilábamos la puerta. "Me temo que ha sido mi despiste. Dejé unos maíces en el horno y se me fue... ¿cómo es lo que dicen ustedes? ¿el santo al techo?". "Al cielo"- corrigió Matías. "Sí, eso" - dijo Jack entre risas. "A mí me encanta el maíz" - dijo Matías. "Pues cualquier día les invitó a mi casa a cenar. Me sale muy bien... Pero tiene que ser temprano que luego tengo que ir a trabajar". "Claro" - dije yo. 
"Bueno, y en cuanto haya cambiado mi cocina" - sentenció guiñando el ojo a Matías. "Good night Barbara"- dijo a una de las vecinas. "Good night John, bye Peter..."
"Buenas noches Jack".