Gas (Edward Hopper, 1940) |
Mañana, cuando aterricemos en Madrid, hará 85 años del nacimiento de mi padre. Él ya sólo cumple años en mi recuerdo y en el de las personas que le conocimos y quisimos. Tuvo una larga vida, muy dichosa pese a que nada permitía presagiarlo cuando a los 4 años quedó huérfano de padre, fusilado en Paracuellos, y, junto a sus 4 hermanos, tuvo que superar una guerra y posguerra marcada por la escasez. Una historia conocida y común entre los españoles de aquella generación.
Hemos estado en Perú, con nuestros amigos los Hogan, Natalie y Joe, y sus hijos Keenan e Isabella. Hemos recorrido a pie durante 4 días la ruta del Salkantay, una aproximación deliciosa al Macchu Picchu que yo descubrí, de modo menos aventurero, hace ya más de 30 años junto con mis padres y mi hermana. Natalie es la tercera hija de Manuel Menendez a quien mi padre conoció en el Oak Ridge National Laboratory (Tennessee) allá por los inicios de la década de los 60 del pasado siglo. Hicieron muy buenas migas, tan buenas que mi padre se convertiría, años después, en el padrino de Natalie y posteriormente en su bridesmaid (el que acompaña a la novia al altar) el día de su boda. Manuel había fallecido trágicamente un año antes. Las buenas migas reverberan en las nuevas generaciones: Isabella, Keenan y Matías se disfrutan a rabiar cada vez que se ven, como Ana y yo con Joe y Natalie.
En Oak Ridge mi padre vivió dos años, tal vez los más felices de su vida. Dos anécdotas colorean aquél período, dos historias que atesoro con mimo. Allí, me contó en cierta ocasión, conoció a una mujer con la que pudo haberse casado de no haber sido por la insistencia del párroco católico - mi padre lo era fervientemente entonces- en que habrían de educar a sus hijos en la fe católica. Ella era luterana y no comulgó con esa rueda de molino. Así que si estoy aquí es gracias a ese cura.
Hemos estado en Perú, con nuestros amigos los Hogan, Natalie y Joe, y sus hijos Keenan e Isabella. Hemos recorrido a pie durante 4 días la ruta del Salkantay, una aproximación deliciosa al Macchu Picchu que yo descubrí, de modo menos aventurero, hace ya más de 30 años junto con mis padres y mi hermana. Natalie es la tercera hija de Manuel Menendez a quien mi padre conoció en el Oak Ridge National Laboratory (Tennessee) allá por los inicios de la década de los 60 del pasado siglo. Hicieron muy buenas migas, tan buenas que mi padre se convertiría, años después, en el padrino de Natalie y posteriormente en su bridesmaid (el que acompaña a la novia al altar) el día de su boda. Manuel había fallecido trágicamente un año antes. Las buenas migas reverberan en las nuevas generaciones: Isabella, Keenan y Matías se disfrutan a rabiar cada vez que se ven, como Ana y yo con Joe y Natalie.
En Oak Ridge mi padre vivió dos años, tal vez los más felices de su vida. Dos anécdotas colorean aquél período, dos historias que atesoro con mimo. Allí, me contó en cierta ocasión, conoció a una mujer con la que pudo haberse casado de no haber sido por la insistencia del párroco católico - mi padre lo era fervientemente entonces- en que habrían de educar a sus hijos en la fe católica. Ella era luterana y no comulgó con esa rueda de molino. Así que si estoy aquí es gracias a ese cura.
La segunda historieta acaeció el día previo a su regreso definitivo a España. Mi padre repostaba siempre en la misma estación de gasolina camino del laboratorio y era atendido siempre por el mismo empleado, a quien se limitaba a pedirle que llenara el tanque, le daba las gracias y le deseaba buen día. Hasta el día en que repostó por última vez, cuando quiso despedirse para siempre de aquél empleado siempre tan solícito. La noticia provocó una perorata por parte del gasolinero de la cual mi padre, según él mismo confesaba entre risas, no entendió casi nada. Después de dos años su inglés había mejorado, qué duda cabe, pero no tanto como para poder seguir el cerrado acento de Tennessee de aquel buen señor. A su vuelta se matriculó en una academia de inglés, por aquello de conservar lo que tanto esfuerzo había costado, en la que conoció a mi madre... El resto es mi historia más inmediata.
He vuelto a Perú, como he vuelto a tantos otros sitios que tuve la fortuna de conocer con mis padres, pero en un modo que, lo pienso ahora, tiene un punto de vindicación y también un algo de venganza. En Perú, como en Picos de Europa o Pirineos en su momento, no me fue dada la posibilidad de aventurarme por senderos arriesgados, esquiar o compartir el trayecto en tren con los locales. Ahora sí lo hago, y en la mejor compañía posible, la de Ana y Matías.
Uno de los rompecabezas más endiablados a los que se enfrentan los filósofos morales tiene que ver con la reproducción deliberada de individuos que no tendrán una existencia feliz porque padecerán una patología o condición innata. Muchas parejas recurren a la fecundación in vitro para evitar precisamente ese resultado seleccionando el embrión libre de la enfermedad o discapacidad. Es más, pensamos intuitivamente que es un avance que la ciencia identifique el gen para evitar así esos nacimientos (piensen en el enanismo, el síndrome de Down, la sordera, o afecciones más graves). Pero muchos padres que no pudieron evitar el nacimiento de esos seres se enfrentan a esos celebrados avances con un razonable desasosiego: sin esa condición sus hijos - a los que adoran, cuidan y protegen- no habrían llegado a existir. Éstos, por su parte, difícilmente podrán reprochar a sus progenitores por no haber evitado su padecimiento, pues, de otro modo...
Claro que una desolación semejante cabe ser sentida por cualquiera de nosotros, "sanos" o menos sanos. Así al menos nos obliga a que pensemos R. J. Wallace en un libro inquietante (The View from Here): ¿Cómo tener en cuenta las cosas malas que han hecho posible nuestra existencia? ¿Cómo no lamentarlas si son objetivamente insidiosas? Yo soy el producto de la decepción de una luterana, pero, sobre todo y antes, de un fusilamiento injustificable; y también mi hijo, y todos en definitiva - aquí no se salva nadie- que existimos por mor de atrocidades sin fin. ¿Debería trocar mi haber llegado a ser por la eliminación de esas injusticias?
Nietzsche pensaba que no, que el hombre ha de vivir despojado de esa mochila de temor al mirar hacia atrás y tomar conciencia histórica de sus circunstancias. Si es que hubiera una posibilidad de volver a andar el camino, pensó Nietzsche como muchos otros antes que él, todo volvería a ser como ha sido en una suerte de eterno retorno.
Sigamos pues.
Retornando.
Hasta mañana y hasta siempre.
Uno de los rompecabezas más endiablados a los que se enfrentan los filósofos morales tiene que ver con la reproducción deliberada de individuos que no tendrán una existencia feliz porque padecerán una patología o condición innata. Muchas parejas recurren a la fecundación in vitro para evitar precisamente ese resultado seleccionando el embrión libre de la enfermedad o discapacidad. Es más, pensamos intuitivamente que es un avance que la ciencia identifique el gen para evitar así esos nacimientos (piensen en el enanismo, el síndrome de Down, la sordera, o afecciones más graves). Pero muchos padres que no pudieron evitar el nacimiento de esos seres se enfrentan a esos celebrados avances con un razonable desasosiego: sin esa condición sus hijos - a los que adoran, cuidan y protegen- no habrían llegado a existir. Éstos, por su parte, difícilmente podrán reprochar a sus progenitores por no haber evitado su padecimiento, pues, de otro modo...
Claro que una desolación semejante cabe ser sentida por cualquiera de nosotros, "sanos" o menos sanos. Así al menos nos obliga a que pensemos R. J. Wallace en un libro inquietante (The View from Here): ¿Cómo tener en cuenta las cosas malas que han hecho posible nuestra existencia? ¿Cómo no lamentarlas si son objetivamente insidiosas? Yo soy el producto de la decepción de una luterana, pero, sobre todo y antes, de un fusilamiento injustificable; y también mi hijo, y todos en definitiva - aquí no se salva nadie- que existimos por mor de atrocidades sin fin. ¿Debería trocar mi haber llegado a ser por la eliminación de esas injusticias?
Nietzsche pensaba que no, que el hombre ha de vivir despojado de esa mochila de temor al mirar hacia atrás y tomar conciencia histórica de sus circunstancias. Si es que hubiera una posibilidad de volver a andar el camino, pensó Nietzsche como muchos otros antes que él, todo volvería a ser como ha sido en una suerte de eterno retorno.
Sigamos pues.
Retornando.
Hasta mañana y hasta siempre.